La secuela Día de la Independencia: Contraataque (2016) es como ponerse a jugar tablero con figuras de ajedrez. Es así por múltiples razones que van desde el guion desorganizado de Carter Blanchard hasta la realización del director Roland Emmerich, quien creyó que sembraba árboles de arroz con pollo o algo así.
La película es ampulosa a más y no poder, tanto que perdió el sentido de su propio tamaño, y tan llena de bulla que aturde al oído más virginal. Es fórmula narrativa de la llamada “space opera”, que se sostiene sobre una factura visual espectacular, aunque vacía de conceptos: "gato maullador no es buen cazador". En efecto, dentro de su propio bullicio, del burumbún de imágenes que van y vienen de manera atropellada, del disparar mucho y no pegar nada, de su demagogia política, de su estética afectada, de composiciones visuales inútiles, de movimientos de cámara sin comunicación alguna, dentro de todo eso, Día de la Independencia: Contraataque es filme vacío como cantimplora con hueco.






